Monday, March 13, 2006

Y en el interín, el ya que.

Cuando los motivos del rompimiento de una relación pasan por el lenguaje, tienden a tildarnos de psicóticos. La errática elección de las palabras que conforman el vocabulario es una de las razones por la que las personas eligen o no formar parte del concepto de romance. Acá no hay leyes ni normas resultado de una convención de un grupo de personas, esto es completamente arbitrario y subjetivo y es por este motivo que todo se vuelve aún más complejo. Cada sujeto se rige por sus propios reglamentos, mide con su sistema métrico de tolerancia y pega el grito y el portazo según se lo indique un conjunto de partes que operan de manera interna y que persiguen un objetivo en común: aniquilar toda frase mal formulada, palabra mal enunciada, malestar en el léxico o simplemente mala entonación del individuo parlante. ¿Psicóticos? Esto no es nada. Para ser aún más precisos y a la vez quizás más neuróticos, tenemos que ser claros: se trata de un capricho, de una voluntad exacerbada pero sin fundamento, por lo tanto es inútil pedir explicaciones coherentes, las respuestas son simplemente porque sí. Hablar mal resulta tan molesto como hablar extremadamente bien. Todo esto es válido en la cotidianeidad, pero resulta vertiginoso cuando lo envuelve un componente simbólico y explosivo como el romanticismo. El candidato que se maneja dentro del marco políticamente correcto anula absolutamente lo que puede considerarse idílico, saca del juego a la imaginación, a la creatividad y nos hace entrar en un estado de reacción a estímulos monótonos, repetitivos o tediosos, tornándolo todo insulso y aburrido. Sólo nos toma un minuto citar algunos ejemplos: “saludos cordiales” es la manera de despedirse en una carta formal hacia una empresa o autoridad. Pero no es la forma de hacerlo en una charla virtual con una persona con la que se está intentando lograr un acercamiento del tercer tipo. El uso compulsivo de la aposición es considerado un abuso. Cuál podrá ser la necesidad de hacer aclaraciones cada dos palabras. Habla de una falta grave de autoestima o de la penosa situación de suponer constantemente que el resto no nos entiende. “Realmente pienso que sufrimos una situación desafortunada”: uno podría pensar que se trata de un accidente, fraude o coyuntura precaminosa y que la recuperación de ese infortunio sería resultado de un proceso largo y trabajoso. No que se trataría de un intercambio de mails a destiempo, una fallida comunicación posmoderna. Dejemos el “y/o” para los documentos comerciales, la explicación de balances, la redacción judicial, el derecho civil, no para marcar ambas posibilidades con un dejo dubitativo en una charla en vivo y en directo. Por último, el “sin más, me despido” está censurado salvo que se trate de una citación o una carta de la municipalidad. Absorber todo esto de manera conjunta puede provocarnos un shock emocional, una pastilla en el medio de la garganta, el sorbo de agua que viene al rescate, los ojos llorosos causados por el atrancamiento, el golpe en el pecho, otro sorbo de agua, todavía sigue ahí parado, la verdad no me estoy sintiendo muy bien, mejor me voy a casa, lo dejamos para otro día, su “de acuerdo” que viene a confirmar la decisión abrupta, para en el instante dejar de serlo y convertirse en la más sabia que hemos tomado en los últimos años.
Escuchar hablar mal es como tener una piedra en una bota cuya altura llega hasta pasando las rodillas. Molesta cada vez que se da un paso, pero ante la babilónica fiaca de frenar y hacer el esfuerzo por quitarla uno suele esperar hasta que logra hacernos doler. Corregir es algo incómodo, pero con el tiempo no hacerlo y seguir siendo testigo no comprometido con esos errores se hace intolerante. Leer faltas de ortografía quita de erotismo y sexualidad al otro, lo deja desnudo frente a una luz de dicroica que marca no solo sus defectos sino también aquellos que desconoce que tiene. Todo se vuelve transparente y se proyecta un futuro en una pantalla más allá de ese otro con tanta claridad que hace que la elección de la salida por la puerta trasera sea aún más rápida que en el caso anterior.
Desmitificar las relaciones amorosas que cuentan historias de amores a primeras vistas, que vivieron felices por siempre y comieron perdices sin intoxicarse con e-coli, parece ser cada día más fácil actualmente. Algunos filósofos las definían como relaciones de poder, del uno sobre el otro. Hoy podríamos decir que se trata de un poder que se funda en el lenguaje. Si la elección del estilo es táctica, la de las palabras es clave y por sobretodo su aceptación está condicionada por la subjetividad completamente azarosa del destinatario en la instancia de recepción. Hay ciertas palabras que están completamente abolidas, algunas parcialmente permitidas y hasta simpáticas como los latinismos del tipo “quórum” “in situ”, y otras que caen bien, resultan divertidas, su uso no suele ser popular y su sonido es pegadizo. Este es el caso de la palabra ínterin. Nunca tan acertadas aquellas personas que la usan. Bienaventurados los fieles que la eligen. El clic mental cuando se la escucha es tal que produce una apertura de ojos en complicidad y una sonrisa que hace flamear la bandera blanca de la rendición en el instante. No hay nada más lindo que un ínterin bien usado. Si uno se envuelve en un relato tendido casi inacabable el recurso del ínterin viene como anillo al dedo para despertar a la audiencia y ponerla a merced de nuestra atención. En los velorios, en las misas, en las reuniones eternas un ínterin viene a distender, a descomprimir y a aliviar los climas densos. “En el medio de”, su significado, tiene ese tono monótono que sólo pueden darle cuatro letras E en fila. En cambio, las dos I en ínterin son como un repique de triángulo, como un silbatito para adiestrar animales en un circo, como el sonido de un timbre en un ring-raje. Entre las palabras a elegir, en ese pasadizo que hay entre las que nunca se debería y las que sí se podría, está el ínterin. Y en ese mismo lugar, pero en su versión negativa se encuentra el ya que. No es muy grave, por lo que no se lo puede localizar en la sección “desterrados” ni tampoco está cien por ciento aceptado. Está ubicadito en la mitad, pero a veces su uso puede ser letal. El hecho de que forme parte de una conversación informal que esté colmada de elementos de seducción que adornan la situación como cortinas de paño puede ser sumamente desafiante: requiere mucho talento y por sobretodo un gran carisma, dos ingredientes cuya combinación no suele darse a menudo. “Te paso a buscar con mi auto ya que lo saqué del taller”. Mal uso. Nunca puede reemplazar el porque cotidiano, y si lo hace tiene que estar justificado. Reitero con el afán de ser claros: nunca que el porque pueda ocupar el lugar del ya que este último debería constituir una opción. Las razones son numerosas. La más importante es que es una manera protocolar de decir lo mismo en un marco que no pretende esa exigencia. Muchas veces su uso viene a engalanar innecesariamente un discurso creyendo firmemente que su única contribución satisface el criterio de la categoría y ahí se menciona y listo. De manera equívoca se cree entonces, que se ha cumplido con la formalidad del asunto.
Existe una sola posibilidad de existencia del ya que: solo cuando viene combinado con un ínterin. En un relato solo puede permitirse su utilización cuando este viene “salvado” por el uso previo del primero. Y en el ínterin de la charla, el ya que. Vaya y pase, no sin nunca advertirlo de los serios planteos que su aparición suscita. Una vez esto, las reglas están echadas nuevamente sobre el tablero del juego intentando que ese ya que no se convierta en “jaque”, que las piezas no terminen comprometidas y menos el rey: nuestro ínterin. Si esto resulta difícil de entender, no porque sea complicada su formulación sino porque a la percepción común de la gente carezca de sentido, es necesario aclarar que se trata de un blanqueo completo, una puesta sobre el tapete de algunos issues que muchos se niegan a aceptar en voz alta. El camino es duro y en el ínterin uno pierde salud mental. Los años pueden venir a golpear la puerta armados hasta los dientes (ya que estos no vienen solos) para despojarnos de nuestra cordura, guardarla en un cajón con llave y vestir ese esqueleto con tics mentales y caprichos inexplicables pero bajo la justificación intransigente de eso que llaman vejez.
Sin embargo, ante la pérdida de toda esperanza causada por el lugar donde confluyen la imposibilidad de llevar adelante una relación con todos sus problemas a veces inexplicables, aquellos obstáculos del vos y del yo, implicando el nosotros y la mar en coche, en algunas ocasiones se da algo peculiar y tan inusual que viene como una luz roja hacia nuestras pupilas. Se trata de la posibilidad que el lenguaje otorga en mínimas oportunidades: la de compartirlo, crear un código en común y hablar en un mismo idioma por fuera del que habla toda la gente. Cuando uno ha codificado su relación está hundido como sucede en la batalla naval. Las palabras empiezan a significar más allá de sus significados al mismo tiempo que uno logra entender más allá de las palabras. Llegado este punto de acceso exclusivo las cosas se vuelven serias. Hablar bien, hablar mal, hablar de una determinada manera ajena a la del resto de las personas y en común con un otro son las posibilidades que nos abre la utilización del lenguaje. Saber elegir de manera inteligente es el desafío. En un mundo donde la comunicación arrasa con viejas costumbres, donde la oralidad no está más de moda mientras que la versión escrita de todas las sensaciones sí lo está, es importante prestar atención a nuestra manera de expresarnos, ya que esto dice mucho más que algo de cómo somos, dice especialmente lo que seremos.

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